Como suelo cumplir mis promesas (y mis
amenazas) aunque tarde en hacerlo, he salado un “jamón” de
conejo y lo he curado ¡faltaría más! y lo he hecho al tomillo (porque así parece más delicatessen).
Con el proceso me he divertido ¿para
qué negarlo?, sobre todo pensando en que parecía que estaba jugando
a las casitas por lo mini que era todo, desde el cacharrito donde lo
he salado hasta lo pequeñajo del jamón, por no hablar de lo
chiquitín que se veía en el secadero improvisado que tengo en la
despensa y que consiste en una barra y unos ganchos de acero
inoxidable del Ikea y, por supuesto, atándole la cuerda de colgarlo con hilo de bridar la carne.
Pero lo mejor ha venido cuando lo he
puesto en la mesa y les he dicho: “hala, a
probarlo que ya sabéis que yo no como conejo”. Sabía que lo primero
que me iban a preguntar (son tan previsibles) era que si llevaba
veneno, a lo cual he respondido muy seria que no, que el de la
muestra no y luego ya veríamos.
Como, lógicamente, el jamoncito no
cabía en la jamonera (en la foto lo tengo sobre la tabla de cortar el queso), se las han apañado para cortar unas lonchitas
(tampoco es que diera la cosa para mucho porque el conejo pesaba poco
más de 1kg.) y lo han probado y han dicho: “bueníiiiiiiiiiiisimo”.
Y yo, al oír buenísimo, ya me he
disparado (no es que necesite mucho para ello, la verdad sea dicha) y les
he contado mi penúltimo proyecto empresarial, que consiste en irnos
a Australia (donde hay una superpoblación de conejos de narices),
comprar un terrenito (allí digo yo que como hay tanta tierra no será
cara y puedo comprar algunas hectáreas), sembrar alfalfa para engañar a los conejos y que vengan solitos a
comérsela (con lo cual la materia prima la tendría prácticamente
gratis) y, luego, pescozón al conejo y 2 jamones y dos paletillas al
canto y con el resto ya se me ocurrirá algo.
También he pensado pasar previamente
por un Coronel Tapiocca (para ir vestida en consonancia con mi nueva
condición de intrépida latifundista), comprarme un cuchillo a lo
Cocodrilo Dundee (por si las moscas) y un Hummer bien grandote
(preferentemente rosa, glamouroso total).
Me lo estaba pasando bomba contándoles
todo esto, lo prometo, vamos que con la cosa de la materia prima
gratis me veía a mí misma fletando un barco para cada continente
para exportar los jamoncitos, poniéndolos de moda en todos los
restaurantes pijos del mundo mundial (¿os imagináis en la carta de
un Maxim's algo así como: “jambon de lapin de Mme. Marie A.O.C.
L'Australie aux fines herbes”?, porque mis jamoncitos tendrían
denominación de origen, por supuesto).
Mientras lo pensaba, he ideado
también un plan para aprovechar las pieles y, de paso, hacerle la
competencia a UGG y crear mi propia línea de botas (las mías con y
sin tacón), bolsos y abrigos de conejo que se pondrían rápidamente
de moda en cuanto Paris Hilton los luciera ( me lo haría gratis y la
convencería para ello con el sólido argumento de que las dos
tenemos un Hummer rosa).
Y luego, cuando ya estaba calculando
cuanto tiempo tardarían en entrevistarme en el Financial Times,
incluirme en la lista Forbes y todas esas menudencias, llega mi hijo,
tan resabiado él, y me dice: “tu plan sólo tiene un pequeño
fallo, que los conejos en Australia tienen mixomatosis (me ha dado la
mini-conferencia de por qué)” y, entonces, he caído del burro y
digo: “hay que ver lo poco que dura la alegría, oye, pero fue
bonito mientras duró”.